Paterna: Flamenca y Cantaora

Hoy en día es un hecho prácticamente aceptado por la mayoría de los investigadores del flamenco que el cante por Peteneras tiene su origen en Paterna de Rivera (Cádiz). Pero Paterna no solo es la Cuna de la Petenera; el cante flamenco es una de sus principales manifestaciones culturales, tan arraigado entre su gente, que ha dado todo un elenco de importantes cantaores de renombrada fama. Y es que el Flamenco y la Petenera son señas de identidad cultural de este blanco pueblo gaditano.

Desde su fundación, “El Alcaucil”, en su afán por recuperar el rico acervo cultural de nuestro pueblo, ha venido desarrollando numerosas actividades en torno al cante, la petenera y la promoción de artistas y aficionados locales. Continuando esta labor de difusión y promoción esta asociación pretende ahora abrir este espacio dedicado al flamenco en Paterna con especial interés en sus cantaores y al cante que le da fama, la Petenera.



23/7/10

LA PETENERA. NARRACIÓN POPULAR. 1881. II

REVISTA "EL ALCAUCIL" Nº 49. MAYO 2010

LA PETENERA

NARRACIÓN POPULAR

Eugenio de Olavarría y Huarte

II


Y es que su alma, herida cruelmente, manaba sangre en abundancia. Desgarrada por el dolor, presa del más cruel infortunio, sentía el dardo que el destino lanzara sobre ella, clavado allá, en lo más hondo de sus entrañas. El viento del desengaño apagaba la luz de la esperanza, convirtiendo en ruinas el santuario de su espíritu, mientras la enfermedad, ese fantasma desdentado, de paso trémulo y vacilante como el de un hombre ebrio, tenía la sujeta al lecho con sus dedos de garfio. La joven sentía pesar sobre ella aquella mano que la rompía los huesos; muchas veces despertaba con sobresalto: parecíala que alguien dormía cerca de ella, y era el aliento de la enfermedad que en olas de calentura la abrasaba.

Nadie hubiera conocido ahora en ella a aquella joven hermosa y alegre como una mañana de primavera. Gran trabajo habría costado a todos los que desde la infancia la trataron, reconocer en ella a Lola la sevillana, la muchacha más bonita de Sevilla, con los ojos más grandes de la cristiandad y los pies más chiquititos de la tierra, con la mirada que parecía calentar el aire con los rayos que lanzaba, y la risa franca y fresca que corría retozona por sus labios rojos como el clavel, señalando en sus mejillas rosadas dos hoyitos llenos de gracia, verdaderos nidos del amor, como los llama el poeta.

Habíase apagado su mirada, sus bellos colores habían desaparecido, y sus ojos, hundidos y rodeados de un círculo morado, parecían los cadáveres de aquellos otros ojos a que achacaban tantas muertes los sevillanos cuando en las fiestas del barrio, a que acudía Lola, cantaban acompañándose de la guitarra –ese piano del pueblo que arranca de él notas más tiernas y delicadas que las sonatas de Behetowen o las melodías de Schubert:

                                        Son dos ojos negros asesinos
                                        Los ojos de esa mujer.

Sus negros cabellos, brillantes como el ébano, aparecían ahora como negra masa apelotonada; el sudor y la calentura les habían arrebatado su brillo y su vida. Diversas arrugas cruzaban su frente antes tan tersa, haciéndola parecer a un cielo preñado de nubes. El desastre era espantoso; la ruina completa. La Lola de hoy no parecía sino el cadáver de aquella otra Lola graciosa y andaluza; solo el mar de llanto que sin cesar brotaba de sus ojos y caía sobre sus flacas mejillas podía persuadir que aún había vida en su cuerpo, porque había dolor y en el ser humano, ángel caído del cielo, alma extraviada desprendida de otro planeta en que dejó sus ilusiones y por el que clama sin cesar, el dolor y la vida son compañeros inseparables; son un solo término de esa fórmula viva que se denomina especie humana.

Era una historia triste y dolorosa; una de esas historias tan vulgares, pero tan impregnadas de sentimiento , que hacen llorar al que las oye, capítulos arrancados a ese gran libro de tormentos que se llama existencia de la mujer y que es todo un martirologio. Lola era guapa, muy guapa; con una cara capaz de trastornar a cualquier hombre, y un garbo, y una sal como solo se usan en Andalucía, bajo aquél cielo riente y sobre aquella tierra florida que recibe todos los días los besos de las brisas africanas. Alegre desde niña, no comprendiendo la tristeza, había vivido tranquila y feliz cantando desde el Oriente hasta el Ocaso, como un pajarillo que juguetea en el árbol con cuantas ramas tiene alrededor. Su padre murió cuando ella era harto pequeña para comprender la magnitud de semejante pérdida; de aquí que no hubiera tenido que sufrir ese gran dolor. Un día, sin embargo, una nube de llanto veló por primera vez sus ojos ocultándola las flores del campo y las estrellas del cielo. Y es que un hombre había derramado en su oído el veneno de sus palabras, abriendo ante sus ojos horizontes llenos de luz, una luz viva, pero deslumbradora, y mostrándola el espectáculo risueño de los mundos y los hombres y los hombres adorando al amor de Dios soberano de la tierra. Aquellas palabras fueron para ella toda una revelación; algo despertó en lo más recóndito de su alma, y extrañas ideas, como viborillas que más tarde le habían de matar, empezaron a germinar en su interior. Luego, las ideas crecieron, y crecieron, haciendo callar a sus sentimientos, envolviéndola como en una atmósfera que en realidad no era suya; las palabras del hombre, transformándose en pequeñas barras candentes que traspasaban su cerebro, la trastornaban, la vacían temer por su razón. Y llegó otro día en que se volvió loca, y olvidándose de que tenía una madre y un nombre honrado que no debía manchar de lodo, porque el lodo de que lo salpicase había de caer como lluvia de cieno sobre la tumba de su padre, huyó de Sevilla, dejando su madre, su familia, la iglesia en que oía misa los domingos, la Virgen a quien rezaba en sus
tribulaciones; y huyó dejando tras de sí el escándalo y loa deshonra, señalando como mudos testigos la torcida huella de sus pasos.

Un año había pasado de esto, y durante él, ¡cuánto sufrió su corazón! ¡Cuántas lágrimas abrasaron sus mejillas! Un día su seductor desapareció para no volver más. Al saberlo Lola no derramó una sola lágrima; estaba acostumbrada al sufrimiento. Diez meses había vivido con el miserable que la sacó de su casa, soportando humillaciones sin cuento, sufriendo privaciones sin fin; pero llevando resignada la cruz de su castigo hasta el Calvario de su expiación; porque un alma palpitaba en sus entrañas, y ese alma venía a decirla que era la misericordia divina mayor que su delito con serlo este tanto. Llegó, por fin, el día del alumbramiento, y por primera vez, después de un año, la felicidad volvió a presentársela bajo la forma de un ángel rubio y rosado, de ojos azules y mejillas de terciopelo, pero precedido de dolores más espantosos que la muerte misma.

Rendida por largas horas de agonía, la pobre Lola descansó al fin estrechando contra su pecho al hijo que tan duros sufrimientos le costara. 
Su sueño fue agitado, los fantasmas de la calentura y la debilidad la agitaron durante todo él. Estrechaba convulsivamente a su hijo entre sus brazos como si alguien se lo arrancase del seno en que dormía reclinado, aún en esa especie de bruma que se estiende (sic) entre la noche del no-ser y la aurora de la existencia, vago crepúsculo en que solo el llanto y el gemido dan testimonio de la vida.

Llegó a soñar que la arrebataban aquel hijo que tantos dolores le había costado; quiso oponerse a ello pero la faltaron las fuerzas, el cansancio la rindió y durmió profundamente. Cuando despertó exhaló un grito de espanto: ¡su sueño era verdad! ¡La habían robado a su hijo!.

Las largas horas del alumbramiento quebrantaron el organismo del recién nacido y había muerto sin exhalar un sollozo.

Al saber esta nueva desgracia, Lola, que ya se creía tan feliz, cayó en un fuerte delirio del que tardó mucho en volver. Atacada de calenturas puerperales, la tisis hundió sus garras en su cuerpo dolorido, y la muerte, como hambriento cuervo en un campo de batalla, esperaba verla caer para lanzarse sobre ella.

Durante estos dos meses, la infeliz no había estado sola. Avisada por una amiga la madre de Lola, que lloraba en la noche de su ceguera el abandono en que su hija la dejara, se había apresurado a reunirse con ella para prodigarla sus cuidados. Su compañía fue un gran consuelo para la pobre Lola que, al sentir sobre su frente las temblorosas manos de su madre, se sintió absuelta por el cielo y libre de pecados, tal como lo estaba en aquellos días risueños y felices de la mañana de su vida, y aceptó la pérdida de su hija como una penitencia.

Tal era el poema de dolores escrito con lágrimas en los húmedos muros de aquel cuarto estrecho y sombrío en que el aire no circulaba, en que la luz no entraba nunca, cual si a la luz, y al aire les amedrentase el sucio rincón en que guardaba el vía-crucis de un alma, y que parecía un gran agujero abierto en el fondo de una cueva pavorosa y oscura de las regiones infernales, despiadada habitación de empedernidos pecadores

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